martes, 15 de junio de 2010

Ordenar, ordenar, ordenar, ordenar. Cuánto se puede ordenar una casa, hasta cuándo, ¿es infinito? Pienso en mi mamá. En sus frases parada al lado de la mesada. Todas sus reflexiones sobre el trabajo, la cocina, la limpieza, el orden, el cuidado. Puedo entender, de a poco, lo que decía. Como un idioma que antes no hablaba, que ahora, de a poco, voy activando.
Anoche entendimos todo, o una parte.
La historia de los adultos que alguna vez nos educaron, nos rodearon. Tienen otro sentido.
Ya no podemos reírnos de los que llevan la heladera a la playa, o van juntos un domingo a Coto y se pelean en la fila de la caja porque ella, o él, agarró algo innecesario, hace gastos improductivos. No podemos decir que nunca vamos a discutir sobre la posición de los muebles.
Estamos así de serlo, hay que estar atentos sin volvernos unos imbéciles que hacen un esfuerzo tan fuerte, tan meditado, que quedan en ese plano tan estúpido, tan frío, tan horrible, que no se parece al amor, ni al cuidado, ni a nada.
Es difícil estar de a dos sobre todas las cosas por todos los otros de a dos que vimos. Es sobre todo difícil por la comparación, por el registro consciente de las historias conocidas bien sabidas y aborrecidas de los otros, los padres, los tíos, los hermanos, los amigos, blablá.
Es difícil porque uno sabe demasiadas cosas, no inaugura nada, ¿en qué orden estamos de la lista de personas que se aman y un día habitan la misma casa?; ¿en qué posición de la historia?, ¿cuántas personas más están haciendo lo mismo ahora, cuántas tienen estos terrores, esta ansiedad?
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